Hoy en día vivimos en un mundo de objetos de rápido consumo que cumplen su servicio exigiendo una atención y un esfuerzo mínimos. Un mundo de desechables, hecho a base de objetos que pasan por nuestro lado sin dejar ninguna huella en nuestra memoria. Objetos que aunque es cierto que minimizan los esfuerzos, no producen al mismo tiempo calidad, sino cantidad de residuos. Aparecen casi como desechos, incluso antes de serlo.
Pensemos en el envase desechable, al igual que sucede con todos los objetos de un solo uso, la relación que establecemos con él, es más una relación con un tipo de servicio que una relación con el propio objeto.
Todavía podemos referirnos a un envase como algo dotado de estabilidad en el tiempo ya que el objeto al cual nos referimos no tiene ninguna persistencia. No debido a que no se puedan realizar con la intención de que perduren, sino debido a que su modo de durar enlaza mal con la idea de memoria.
Este tipo de materiales no parecen ser capaces de salir de una doble condición de existencia, en la cual del estado “como nuevos” pasan repentinamente a la de “degradados para tirar”.
Hablar de estos objetos significa entrar en un mundo en el cual los tiempos de ciclo de vida tienden a cancelarse, es decir el tiempo en el que se genera un envase, una botella o una bolsa de plástico es el tiempo que equivale a su consumo.
Se trata de objetos cuya existencia está ligada al flujo incesante de su paso por nuestra vida. Son objetos en perenne e inmediata decadencia y justamente por esto son objetos siempre nuevos.